domingo, 5 de octubre de 2014

Ariadna, ovillos y la decisión como ansiolítico

Y ahí está.
Parada enfrente a la entrada del laberinto.
Siempre le parecieron fascinantes y tan victorianos esos laberintos perfectitos, de ligustro recortado. 
Siempre pensó, el cine le ganó de mano, que diseñar laberintos debía ser un trabajo genial.
Siempre supo que Marechal tenía razón e igual eligió la forma tradicional.
Y ahí está.
La lanza en la izquierda, un poco más pesada de lo deseable. El hilo en la derecha. Hilo algo rústico. Cáñamo finito, rojo.
Claro, como el hilo de los japoneses y el amor. Después de todo, qué mejor hilo para meterse en el laberinto que aquel que te une desde la eternidad a tu otra mitad.

En el bolsillo de la campera las llaves, un gajito que estaba abandonado en la calle. Una carilina.  La manga manchada del perro dulcísimo que le saltó con las patas mojadas. En el de atrás del jean, la tarjeta Sube.

Ha craneado este momento por meses. Ha pensado cada esquirla de realidad que podía desprenderse y salir para otro lado. Medido los daños colaterales y, en algún momento también vió que tanta previsión era una ridiculez antihistórica, anticlimática y una racionalización que efectivamente la autorizara a ir a meterse ella misma en el laberinto y terminar con esta cuestión.

Y también pensó si no sería ir a buscar al minotauro encontrarse con un igual. Si  los humanos no se estarían quedando cortos. Si sus soledades no se parecían.

Y ahí va, de frente a su destino, a encontrarse con los muertos, con sus muertos y tomar, nunca más literal, al toro por las astas
y quizás enredarlo de hilo rojo y el dulce perfume de su pelo naranja y terminar con la patraña de una vez por todas.